jueves, 7 de septiembre de 2017

EL HURACÁN DEL SIGLO


(Década 1980-1989)

 
El nombre de Gilberto siempre va a ser sinónimo de destrucción en Yucatán, ya que así fue bautizado el huracán más dañino e intenso del siglo XX en el Atlántico. Este fenómeno sin precedente generó en septiembre de 1988, una respuesta inédita de sociedad y gobierno, antes, durante y después de sus efectos.
   
El siempre listo de los scouts entró una vez más en acción. En los días previos al arribo del ciclón, el grupo 3 tuvo presencia apoyando las labores de entrega de despensas y en la evacuación de comunidades del interior y la costa.  Los que regresaban nos contaban de un nivel del agua impresionante y de personas que se negaban a dejar sus casas.
 
 Cuando se declaró la alerta roja, los muchachos regresaron a sus casas, pero algunos dirigentes nos quedamos a pasar el meteoro apoyando en albergues. El Akela Eduardo y yo, en ese entonces Jefe de Clan, fuimos asignados al Colegio Teresiano en el Paseo de Montejo, a donde seguían llegando camiones de evacuados cuando los vientos y la lluvia ya eran preocupantes.
 
Fue una larga noche de chamba hombro con hombro con otros voluntarios y unas siempre sonrientes aunque preocupadas monjas, sin muchas noticias y con un increíble y constante retumbar del viento en puertas y ventanas. Estábamos en lo más fuerte de la fiesta.
 
Al día siguiente tuvimos la experiencia de ver a nuestra ciudad como nunca antes, con un nivel impresionante de destrucción en árboles, postes, espectaculares y antenas. Después de confirmar que familia y amigos estaban bien, nos reportamos a la Cámara de Comercio donde el trabajo principal era descargar camiones y armar despensas.
 
Fue ahí donde se convocó la siguiente acción. Los vuelos regulares estaban suspendidos, pero se estaba creando un puente aéreo de ayuda desde Mérida hasta la zona más impactada de la península que era su costa este. Los reportes que nos dieron eran muy imprecisos, pero se manejaba que Cancún y las islas simplemente habían sido devastados. Nos mandaron a empacar y la cita fue a primera hora del día siguiente en el aeropuerto.
 
Integrantes de los  grupos 23, 14, 13, 8 y 3 fuimos convocados a este operativo. Sumábamos 17 entre claneros y scouters con mayoría de edad como requisito, pues en verdad había mucha incertidumbre de a lo que nos podríamos enfrentar.
 
Nos trasladamos en un avión de pocas plazas junto con personal de dependencias asignado a la contingencia. Durante el trayecto hacia el oriente empezamos a percibir los efectos de lo sucedido, pero fue al empezar a bordear la costa, desde Cancún hacia el sur, cuando el espectáculo se tornó apabullante. Una muy definida franja de construcciones destruidas, playas evaporadas y vegetación aniquilada corría ante nuestros ojos. Los  árboles y plantas que permanecieron en pie hasta muy tierra adentro, tornaron el verde por un amarillo deprimente.
 
Aterrizamos en Cozumel, y fue un alivio ver que los daños eran cuantiosos pero no era una zona de desastre en el nivel que nos imaginamos. El malecón había desaparecido por tramos y algunas construcciones se habían desplomado, pero sin pérdidas humanas. La vida de los cozumeleños estaba afectada, sin servicios y con muchas necesidades, pero continuaba más o menos normal.
 
Nuestro trabajo se desarrolló también aquí en albergues durante dos días, organizando, descargando, repartiendo y todo lo que se requiere para el retorno a la normalidad. Afortunadamente, en lugar de apoyar con muertos y heridos, lo más intenso del segundo día fue el que un venado, propiedad de la escuela privada sede de un albergue, se escapó a un patio interno.
 
Era un ejemplar no muy grande y supusimos fácil capturarlo para evitar se pierda. Antes de que lo sometamos, tuve oportunidad de apreciar la fuerza de estos animales cuando corrió a lo largo del muro perimetral en mi dirección. Permanecí pegado al muro, más porque no pude arrepentirme que por valiente, y porque mal supuse que se detendría al verme como obstáculo. Me saltó limpia y espectacularmente, golpeándome la mano con su pezuña a unos centímetros del cráneo.
 
El retorno fue punto y aparte, pues el puente aéreo era básicamente en vehículos militares. Vi los ojos muy abiertos de los chamacos cuando nos dijeron que volaríamos a Mérida en un Hércules de la Marina, Armada de México. Fue raro pero muy  interesante entrar por la rampa de su panza, viajar asegurado a sus paredes laterales, y ver sin obstáculos el trabajo de los pilotos. Al fin, aterrizamos aturdidos en la base aérea del ejército.
 
 
Supongo me lo gané, pero hoy por hoy, cuando en cualquier película o documental se ve a uno de estos bichos, mis hijos se apresuran a decir: “si papá, ya sabemos que volaste en uno de esos”.

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