(Década 1980-1989)
El nombre de
Gilberto siempre va a ser sinónimo de destrucción en Yucatán, ya que así fue
bautizado el huracán más dañino e intenso del siglo XX en el Atlántico. Este
fenómeno sin precedente generó en septiembre de 1988, una respuesta inédita de
sociedad y gobierno, antes, durante y después de sus efectos.
El siempre listo de
los scouts entró una vez más en acción. En los días previos al arribo del ciclón,
el grupo 3 tuvo presencia apoyando las labores de entrega de despensas y en la evacuación
de comunidades del interior y la costa. Los
que regresaban nos contaban de un nivel del agua impresionante y de personas
que se negaban a dejar sus casas.
Cuando se declaró la alerta roja, los
muchachos regresaron a sus casas, pero algunos dirigentes nos quedamos a pasar
el meteoro apoyando en albergues. El Akela Eduardo y yo, en ese entonces Jefe
de Clan, fuimos asignados al Colegio Teresiano en el Paseo de Montejo, a donde
seguían llegando camiones de evacuados cuando los vientos y la lluvia ya eran
preocupantes.
Fue una larga noche
de chamba hombro con hombro con otros voluntarios y unas siempre sonrientes
aunque preocupadas monjas, sin muchas noticias y con un increíble y constante
retumbar del viento en puertas y ventanas. Estábamos en lo más fuerte de la
fiesta.
Al día siguiente tuvimos
la experiencia de ver a nuestra ciudad como nunca antes, con un nivel impresionante
de destrucción en árboles, postes, espectaculares y antenas. Después de
confirmar que familia y amigos estaban bien, nos reportamos a la Cámara de
Comercio donde el trabajo principal era descargar camiones y armar despensas.
Fue ahí donde se
convocó la siguiente acción. Los vuelos regulares estaban suspendidos, pero se
estaba creando un puente aéreo de ayuda desde Mérida hasta la zona más
impactada de la península que era su costa este. Los reportes que nos dieron
eran muy imprecisos, pero se manejaba que Cancún y las islas simplemente habían
sido devastados. Nos mandaron a empacar y la cita fue a primera hora del día
siguiente en el aeropuerto.
Integrantes de los grupos 23, 14, 13, 8 y 3 fuimos convocados a
este operativo. Sumábamos 17 entre claneros y scouters con mayoría de edad como
requisito, pues en verdad había mucha incertidumbre de a lo que nos podríamos
enfrentar.
Nos trasladamos en
un avión de pocas plazas junto con personal de dependencias asignado a la
contingencia. Durante el trayecto hacia el oriente empezamos a percibir los
efectos de lo sucedido, pero fue al empezar a bordear la costa, desde Cancún
hacia el sur, cuando el espectáculo se tornó apabullante. Una muy definida
franja de construcciones destruidas, playas evaporadas y vegetación aniquilada corría
ante nuestros ojos. Los árboles y
plantas que permanecieron en pie hasta muy tierra adentro, tornaron el verde
por un amarillo deprimente.
Aterrizamos en
Cozumel, y fue un alivio ver que los daños eran cuantiosos pero no era una zona
de desastre en el nivel que nos imaginamos. El malecón había desaparecido por
tramos y algunas construcciones se habían desplomado, pero sin pérdidas humanas.
La vida de los cozumeleños estaba afectada, sin servicios y con muchas
necesidades, pero continuaba más o menos normal.
Nuestro trabajo se
desarrolló también aquí en albergues durante dos días, organizando,
descargando, repartiendo y todo lo que se requiere para el retorno a la
normalidad. Afortunadamente, en lugar de apoyar con muertos y heridos, lo más
intenso del segundo día fue el que un venado, propiedad de la escuela privada
sede de un albergue, se escapó a un patio interno.
Era un ejemplar no
muy grande y supusimos fácil capturarlo para evitar se pierda. Antes de que lo
sometamos, tuve oportunidad de apreciar la fuerza de estos animales cuando
corrió a lo largo del muro perimetral en mi dirección. Permanecí pegado al
muro, más porque no pude arrepentirme que por valiente, y porque mal supuse que
se detendría al verme como obstáculo. Me saltó limpia y espectacularmente, golpeándome
la mano con su pezuña a unos centímetros del cráneo.
El retorno fue punto y aparte, pues el puente aéreo era básicamente
en vehículos militares. Vi los ojos muy abiertos de los chamacos cuando nos
dijeron que volaríamos a Mérida en un Hércules de la Marina, Armada de México. Fue
raro pero muy interesante entrar por la
rampa de su panza, viajar asegurado
a sus paredes laterales, y ver sin obstáculos el trabajo de los pilotos. Al
fin, aterrizamos aturdidos en la base aérea del ejército.
Supongo me lo gané, pero hoy por hoy, cuando
en cualquier película o documental se ve a uno de estos bichos, mis hijos se
apresuran a decir: “si papá, ya sabemos que volaste en uno de esos”.
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